jueves, 11 de septiembre de 2014

NOVELAS DEL BOSQUE DE RÍO MUNI (1): LA SELVA HUMILLADA de BARTOLOMÉ SOLER y EN EL BOSQUE FANG DE ÍÑIGO DE ARANZADI

SOLER, Bartolomé: La selva humillada (Hispano Americana de Ediciones S. A. Barcelona 1951. 371 páginas; Editorial Planeta. Barcelona 1957. 373 páginas;  Ediciones G.P. Barcelna1958. 189 páginas. Portada de Chaco).
ARANZADI, Íñigo de: En el bosque fang (Plaza y Janés. Barcelona 1962. 250 páginas y 3 hojas. Prólogo de Alberto María Ndongo Obama. Vocabulario; Nueva Athenas. Madrid 1981. 151 páginas y 2 hojas; Apadena. Madrid 2008. 196 páginas)


   Bartolomé Soler nació en Sabadell en 1894 y murió en 1975. A los dieciocho años tuvo que abandonar España cuando emigró a América en busca de trabajo. La casa del padre no daba para más. Y encontró manera de sobrevivir en Chile y Argentina, regresando en 1922. Había empezado a publicar en catalán pero lo abandonó por el español a raíz de la publicación exitosa de su novela Marcos Villorí (1927). No obstante publicaría más tarde en catalán las novelas Anna Maria y El marques y la seva filla  ambas de 1932. Seguirían otras muchas de ambiente americano y español. El 1930 volvió a América como profesor, después probó suerte con el teatro y estrenó Adversarios en Buenos Aires, que se titularía en España Guillermo Roldán. Ejerció de director y actor en su propia compañía. Fue un escritor falangista y defensor de la obra de Franco. Redactó sus memorias en tres volúmenes: Mis primeros caminos (1963), La cara y la cruz del camino (1965) y Mis últimos caminos (1965). De un viaje a Guinea y Camerún volvió enfermo y estuvo casi diez años sin escribir, lo cuenta en su primer volumen de memorias. Luego apareció La selva humillada.

   A los escritores franquistas les gustaba la idea de imperio, del pequeño imperio africano. A veces aceptaban invitaciones oficiales, o encargos,  para viajar a las colonias y narrar lo que veían. Lo hacía con más o menos acierto político y calidad literaria. Dependía mucho de la sinceridad de sus convicciones y de su gusto por lo exótico, siempre original pero difícil de comprender. Soler escribió La selva humillada que tiene algo de libro de viajes y algo de narración fantástica. Quiere transmitir sensaciones a los lectores que no conocen el país del Muni de la misma manera que él lo fue descubriendo partiendo de la más absoluta ignorancia. En sus correrías los fang lo conectaban con el lugar y le iba iniciando en cada aspecto de la vida guineana. Esta relación es lo que le da al libro su faceta más literaria.  Se da cuenta de la extraña relación: …sé que es él quien se mueve en su mundo normal. Lo único anormal soy yo. Como en muchas de mis andanzas, sé que camino al revés (p. 137). Hoy hubiera hecho una película, un vídeo documental. Entonces, a pesar de que también existía el cine, era la palabra la manera de comunicar al público lo que vivió en Guinea. El escritor ignora lo desconocido, lo nuevo, aunque trata de comprenderlo torpemente. Huye de la descripción de las costumbres y vida de los coloniales, trata de plasmar su sentimiento de viajero: Aquí se está bien, entre estos pobladores de Guinea cuya cordialidad me abruma y en cuyos modos, estilo y manera encuentro un calco singular y sorprendente de todos los coloniales que van saliendo a mi paso. A través de ellos, me parece como si los viera a todos, como si cristalizara de nuevo el mismo sentimiento acogedor, llano, cálido y leal que viene confundiéndome y espoleándome desde  el instante en que pisé el primer umbral de Santa Isabel (página 42 de la 1ª edición). Tal vez por ese exceso de introspección el libro se hace de lectura ardua. Los españoles del bosque no le interesan, los ve como aldeanos de la selva. El lector no sabe por dónde camina el escritor, que sendas recorre, que río navega o que poblado visita. No sabe el día ni el mes. El escritor llena las páginas de un sentimiento largo y ondulante. Se distancia voluntariamente de lo que ve, como si estuviera en el espacio como observador.
Bartolomé Soler. Caricatura de Córdoba en ABC de 2 de marzo de 1961
   Su visión de la selva es imprecisa y la de sus gentes está contaminada por el racismo dominante: Mezcla de niñez y salvajismo, sé, sin embargo que la infantilidad supera sus instintos, y que éstos se sofrenan ante la idea que todo negro abriga acerca del poder, rayano en lo sobrenatural, que le concede al hombre blanco (p. 78).










   








 
   Íñigo de Arandazi (Pamplona 1922-Madrid 2003) es uno de los antiguos coloniales más interesante por la curiosidad con que se tomó la vida guineana. Este antiguo oficial de Caballería había estado destinado en Marruecos. Su afición a la escritura se tradujo en algunos poemarios de ambiente magrebí como Mientras despierta la noche. Poemas de Marruecos (1950). Pasó después a Guinea como perito agrícola y periodista, en Bata dirigió la revista Potopoto y la emisora Radio Ecuatorial. Ante todo, fue un hombre que se interesó por lo indígena. Se internó en el bosque, habló con sus habitantes, aprendió su lengua y observó sus costumbres. No era el colonial al uso para los que los habitantes de Guinea eran ajenos. Y en esto se diferencia fundamentalmente de Bartolomé Soler. Aranzadi conocía bien el ambiente que narraba, Soler era un turista ocasional. Además, Aranzadi fue coleccionando una de las mejores colecciones de arte étnico sobre los fang que existen en el mundo y que mostró en alguna ocasión como la exposición celebrada en Madrid en 1998. En el catálogo recopiló viejos textos guineanos leídos en la emisora de radio de Bata, las Cartas de las cosas del bosque. Allí se pudo ver una joya. El ngú o escudo de oreja de elefante pieza excepcional. En su novela hablaba de él: Etó Mebimi era muy viejo, intensamente viejo. Había sido un hombre valiente en todas las guerra y se decía con matices de leyenda que Etó, padre Etó, como lo llamaban, llevó en muchas ocasiones el ngú, el escudo de piel de oreja de elefante que solo a los elegidos les era dado ostentar en vanguardia de los guerreros, sin más armas que su cuchillo, uno tras otro, en medio cuando desplegados (página 40 de la 1ª edición).
Íñigo de Aranzadi

  

















 
   Siempre me quedé con pena de no haber hablado más con él porque llevaba la sabiduría de la vida guineana cotidiana, esa que se pierde cuando desparecen los protagonistas. Una vez le pregunté por el lugar donde estaba el tesoro que  los alemanes escondieron en 1915 y que él presumía conocer; eso escribió. Me respondí riendo que lo había olvidado.



   Todo ese bagaje personal lo trasladó a la novela En el bosque fang que se publicó en 1962. Empleó la palabra fang, la propia de ellos, en vez de pámue que era la que usaban los españoles de entonces. Es la novela de un blanco inmerso en la selva, habitando entre los fang esatop, ntumu, esandon…, compartiendo un modo de vida. Los protagonistas son los fang, no los españoles. Unos no comprenden a los otros y viceversa, es la tónica colonial. Ochos historias del bosque con un final y un vocabulario. El autor discurre poético, con una visión más de novelista que de antropólogo, por la existencia de los hombres del bosque en Río Muni. Intenta, y esto es lo más difícil,  narrar como si él fuera uno más, sin distanciarse como observador ajeno. Pero Aranzadi se acercaba a un viejo Etó que pertenecía a una generación que se perdía y, con él, una forma de vida. Era consciente, los blancos no sabían de esa manera de vivir pero los jóvenes fang, muy influidos ya por la colonización, tampoco: Tú estás demasiado alejado de los tuyos, Gabriel. A tu generación le pasa lo mismo, que no sabe ni de blancos ni de negros, y que tanto de unos como de otros aprende lo peor (página 86), le decía un personaje a otro. La vida urbana que trajo la colonia atraía a los jóvenes, los nuevos trabajos alejados de la dureza del bosque, las diversiones europeas trasladadas, etc., llevaban a la aculturización de una manera pacífica. Gabriel Ondo Ndongo es el ejemplo del joven fang que aborrece el poblado y se siente llamado por la ciudad. El ejemplo del cambio que no suponía la pérdida total de la vieja identidad. El final del joven, adepto al buetí, es la prueba de la confusión.